Por razones de proximidad cronológica, esta charla se halla naturalmente vinculada con la celebración del 2ª Centenario de la Revolución de Mayo. A propósito de la cual y con relación al tema que me propongo desarrollar aquí, resulta oportuno señalar que se trató de un suceso nada fácil de ubicar respecto a sus causas y propósitos.
Hace poco presenté un libro de Vicente Massot sobre la Revolución de Mayo, que resulta ilustrativo en lo que se refiere a las dificultades que acabo de mencionar, pues las analiza lúcidamente, con apoyo de abundante documentación.
Otro tanto hace Bernardo Lozier Almazán en otro libro que reviste interés sobre el tema. Abordado también por Jorge María Ramallo, en un trabajo sumamente serio y no suficientemente conocido que se llama “Los grupos políticos en la Revolución de Mayo”.
Si algo surge con bastante claridad de estas obras es que, contrariamente a lo que afirma la Historia Oficial, aquello no fue un movimiento unívoco, impulsado por un puñado de hombres que tenían una intención muy clara y dirigido a lograr la independencia “bajo la máscara de Fernando VII”.
Ya que la Revolución pudo llevarse a cabo, realmente, a favor de Fernando VII, para preservar estas tierras y reintegrarlas a la corona una vez expulsado Napoleón de la Península.
O pudo realizarse para llevar a la práctica el audaz proyecto carlotista, que se proponía unificar en la persona de Carlota Joaquina de Braganza, hermana de Fernando VII, el gobierno de los dominios españoles y portugueses.
O pudo intentar reservar para sí la posibilidad de negociar con Napoleón, en caso de imponerse éste en la Guerra de la Independencia española.
O pudo alentar la intención de lograr para el Virreynato una mayor autonomía sin llegar a independizarse.
O pudo apuntar a la independencia, pero bajo aspectos absolutamente diferentes, a saber: manteniendo aquí el predominio de los españoles peninsulares, como deseaba don Martín de Álzaga; con un gobierno en manos de americanos nativos, como el que pretendían Castelli, Padilla o Vieytes; o, en este último caso, de sesgo jacobino o conservador, tal como el propuesto por Moreno o como resultaría el de Saavedra.
O sea, y es a eso a lo que voy, que desde el comienzo la Argentina fue un país contradictorio y ambiguo, de modo que su identidad responde a tales características.
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¿Cómo es, en efecto, la Argentina?
¿Es una nación definida por sus raíces aborígenes, próxima a sus hermanas cobrizas de Latinoamérica?
¿O es una nación en que prima el legado hispánico, altiva, individualista, osada y celosa de su honor?
¿O predominan en ella los rasgos heredados de los inmigrantes italianos que la poblaron, inteligentes, laboriosos, diplomáticos, más amigos del bell canto que de la guerra?
¿Cabe sostener con convicción que sea una nación católica, sabiendo que resulta ínfimo el porcentaje de su población que cumple con el precepto dominical, mientras aumenta la cantidad de botellas que se acumulan al borde de las rutas como tributo a la Difunta Correa?
¿Responde su índole al ritmo alegre del chamamé o al melancólico del tango? ¿al clima tropical de Misiones o a la rudeza del patagónico? ¿al carácter marítimo de sus dilatadas costas o al mediterráneo de su vasto interior?
¿Qué árbol la simboliza de manera más adecuada, el ombú, yuyo desmesurado, o el algarrobo, escueto y tenaz? ¿Quiénes son más emblemáticos, Los Chalchaleros o Los Redonditos de Ricota?
O quizá la Argentina sea producto de una combinación de todos esos factores. Mistura que habrá de variar decididamente según hayan sido las proporciones de sus componentes.
¿Cuáles son los arquetipos que representan mejor al país, por responder a su naturaleza más íntima? ¿El incorruptible Hernandarias o Juan de Vergara, jefe de los contrabandistas porteños? ¿Pueyrredón, defensor de Buenos Aires cuando las Invasiones Inglesas, o Saturnino Rodríguez Peña, agente británico? ¿el templado Saavedra o el arrebatado Moreno? ¿San Martín o su enemigo Rivadavia, Lavalle o Dorrego, Rosas o Florencio Varela, Quiroga o Sarmiento (civilización y barbarie), Mitre o Peñaloza, Roca o Epumer, Eduardo Wilde o Pedro Goyena, Quintana o Alem, Irigoyen o el general Uriburu, Victoria Ocampo o Arturo Cancela, Marechal o Borges, Perón o Isaac Rojas, Rucci o Firmenich?
Y si cualquiera de estos elementos y personajes -representativos todos de versiones diferentes del país- podría aparecer como arquetípico, es fácil comprender hasta qué punto resulta dificultoso resolver cuál es la auténtica esencia del país simbolizado por ellos.
Si mal no recuerdo, en algún momento más o menos lejano se creó una Secretaría o Subsecretaría de Estado, cuyo cometido específico apuntaba a establecer en qué consiste nuestro ser nacional, colocándose al frente de ella a un coronel bien intencionado que, naturalmente, no llegó a ninguna conclusión respecto al tema. Y no llegó a conclusión alguna porque se me hace que no es posible arribar a la misma.
También podría invocar aquí la autoridad de Quino quien, en algún momento, dibujó a Mafalda cavando un pocito en la playa; interrogada por Felipe sobre lo que estaba haciendo respondió: estoy buscando el ser nacional.
El deber ser nacional
Los ejemplos a que acudí tienden a demostrar la imposibilidad (o, al menos, la extrema dificultad) con que se choca para establecer la identidad argentina o su ser nacional, porque es difícil de aprehender y porque los factores que deberían expresarla se presentan como decididamente contradictorios. Pero a eso se suma otro obstáculo. Que consiste en que, además de contradictorios, algunos de dichos factores son ambiguos.
En un librito que titulé “Las lecciones del Capitán” expresaba éste, protagonista central de la obra, dirigiéndose a su joven oyente: Te hablaré de un país ambiguo, que es y no es, que los argentinos no concordamos en cómo fue y que podrá ser o no ser.
Digo que la Argentina es y no es pues, en efecto, fuera de algunas realidades tan obvias como un lugar en los Atlas, un pasaporte con el escudo nacional o una camiseta de fútbol celeste y blanca, su mismo ser parece depender de los ojos con que la miremos sus hijos, de la emoción que su nombre suscite en nuestros corazones, de la decisión de crearla cada día que abriguemos a su respecto.
Llego así adonde quería llegar. Que es a afirmar que, exista o no la identidad nacional el y fuere cual fuere la misma, de algún modo estaría en nuestras manos crearla, configurarla o modificarla de modo voluntarista y apelando a la discriminación.
Permítaseme aquí un inciso, destinado a reivindicar el voluntarismo y la discriminación, innombrables a la fecha. Porque es conveniente recordar que los mayores logros alcanzados por el hombre son fruto de una firme voluntad encaminada a conseguirlos y de una acertada aplicación de la facultad de optar entre una cosa u otra, que en eso consiste discriminar, aunque el término no le guste al INADI.
Pero volvamos a lo nuestro, o sea a que de alguna manera estaría en nuestras manos crear, configurar o modificar la identidad nacional, valiéndonos de la voluntad y la discriminación. Porque ocurre que, al fin de cuentas, depende de cada cual elegir o rechazar los elementos necesarios para forjarla. Si observamos aquellos que señalé hace un momento, contraponiéndolos entre sí, advertiremos que optando por unos y desechando otros pueden obtenerse como resultante dos Argentinas absolutamente distintas. Cuya identidad, en consecuencia, diferiría radicalmente. Dos Argentinas que reflejan con toda coherencia una porción de la patria que convivió o combatió a lo largo de su historia con otra que aparece como su contrafigura.
Por eso, porque la identidad nacional dependería de una elección, de una opción, de una actitud voluntarista, considero que, cuando hablamos de ella o del ser nacional, en realidad estamos hablando del deber ser nacional, de la identidad que deseamos, que queremos para nuestra patria.
Un país ambiguo
Pero nuestro país, además de contradictorio, es, como dije, ambiguo. No sólo porque podría ser definido de maneras diversas sino, además, porque abundan en él los medios tonos, las situaciones indefinidas, un cierto desapego elegante y escéptico que lo caracteriza. O que al menos lo caracterizó durante un período significativo de su existencia.
Hasta los colores de la bandera argentina, suaves y discretos, se corresponden con esta peculiariedad nacional, contrastando con la estridencia de los rojos, los azules y los verdes que campean en tantos pabellones de otros países.
Difícilmente un argentino se juegue en una definición tajante. Preferirá, por el contrario, formular salvedades y acudir a condicionantes para formular una opinión. Algún viajero ilustre observó que nuestros compatriotas, pese a ser corteses y educados, establecían un metro de distancia entre ellos y el visitante. También, si vamos a ver, no arraigaron aquí regímenes políticos tremebundos, de un signo u otro. Los intentos por establecerlos cayeron en el vacío, mientras la población los sobrellevaba circunspecta cuando no burlona. En rigor, pese a la reiteración de gobiernos de facto, no fue éste un país de dictaduras sino de dictablandas, salvo pocos y bien determinados períodos de su existencia.
Alguna vez, hablando de la cultura argentina, dije que no tiene características acusadas ni perfiles netos. Pero que, sin embargo, existe y es identificable. La comparé con los pueblos de la campaña bonaerense, tan parecidos entre sí y tan desprovistos de rasgos salientes. Pero, sin embargo, tan reconocibles, con sus calles de tierra, sus plátanos podados con saña, sus casas de ladrillo a la vista, sus plazas presididas por el monumento a la madre de Perlotti y sus clubs Sociales y Deportivos. Reconocibles hasta el punto que, si viéramos uno de ellos plantado en las colinas de Escocia o en las landas de Aquitania, inmediatamente lo identificaríamos como un pueblo de la provincia de Buenos Aires.
Esto que dije con relación a la cultura argentina, creo que también resulta aplicable a la identidad nacional. Contradictoria y ambigua pero, tal vez, identificable y definible si, a su respecto, los argentinos empleáramos la voluntad para forjarla y la capacidad de discriminar con intención de seleccionar sus componentes.
Una estupenda aproximación al problema que nos ocupa la podemos hallar en Su Majestad Dulcinea, novela desgarradora del padre Castellani. En ella el cura indaga con honestidad implacable respecto a la Argentina. Y la encarna en ese símbolo, contradictorio y ambiguo al fin de cuentas, que es la Dulcinea autóctona, mujer real e irreal, horrible y bellísima, amable y repulsiva, próxima y lejana, inasible. Me apoyo en dicho libro para hacer disculpar mi fracaso al momento de definir el ser nacional, pues demuestra que Castellani, siendo Castellani, padeció al intentarlo las mismas perplejidades que Quino y que yo.
Ser argentino, amigos
He procurado exponer con la mayor honestidad las dificultades que supone formular conclusiones asertivas respecto al tema que nos ocupa. Dificultades que, lo confieso sin vueltas, me superan largamente. Y, porque me superan, tomaré un atajo para redondear la cuestión, presentando sólo algunas consideraciones vinculadas con aspectos parciales del enigma y confiando en que constituyan aportes adecuados para dilucidarlo, incompletos pero eventualmente útiles.
A fin de no ser sospechado de plagio, advertirán ustedes que me he citado sin asco. Y lo volveré a hacer, echando mano a un soneto que publiqué años atrás en la revista Gladius, cuya prolongada existencia merece ser celebrada, dicho sea de paso. El mencionado soneto se llama Ser argentino y utilizaré algunos de sus versos para completar este trabajo. Dice así:
Ser argentino, amigos, es algo que acontece,
es algo que se aprende y después no se olvida.
Es un temple del ánimo y una emoción que crece,
es una decisión vigilante o dormida.
Es advertir de pronto nuestra alma conmovida
al oír un galope que la tarde estremece
o aspirar un aroma de tierra humedecida
o al ver una bandera que en el aire se mece.
Ser argentino, amigos, consiste, me parece,
en sentirse partícipe de una guerra perdida
y, pese a la derrota, mantenerse en sus trece.
Es conservar girones de gloria compartida
y es saber que algún día, si el motivo se ofrece,
deberemos jugarnos, sobriamente, la vida.
Veamos los pasajes del poema que estimo oportuno traer a colación.
Digo al comienzo que ser argentino es algo que acontece. O sea que sucede sin pedirnos opinión, sin consultarnos al respecto. Porque ocurre que en la nacionalidad de cada cual interviene nada menos que la Divina Providencia, ya que es Dios quien dispone que nazcamos en un lugar u otro del ancho mundo. Y me interesa destacar esto para conferir al patriotismo la dimensión trascendente que posee. Dimensión de la cual se desprenden las responsabilidades inherentes al hecho de haber nacido aquí y no en otra parte.
Señalo después, sin embargo, que ser argentino es algo que se aprende y después no se olvida. Cosa que parece desmentir lo que antecede aunque no es así. Pues, si bien es Dios quien determina dónde hemos de nacer, debemos ser nosotros, cada uno de nosotros, los que asumamos y pongamos en ejercicio el amor a la patria. Echando mano a la voluntad y a la discriminación, como en el caso de la identidad nacional. A la voluntad, para no aflojar en ese ejercicio de amor, para no olvidar nuestra decisión. Y a la discriminación para elegir cuáles son los atributos con que deseamos adornar a Dulcinea. Por eso hablo de temple del ánimo y de decisión vigilante o dormida. Porque, en efecto, no es fácil mantener tensa la decisión patriótica, afectada por las circunstancias y el acontecer cotidiano.
La alusión al galope obedece al propósito de poner en escena la Argentina ecuestre, la Argentina de los años fundacionales, alumbrados por el centellear de los sables. Porque, aunque hoy día cueste creerlo, la Argentina fue un país de guapos, más proclive al exceso de la compadrada que a la carencia del achique. Y se me hace que la recuperación del coraje es una de las operaciones ineludibles para recobrar la patria.
El aroma de tierra humedecida insinúa en el poema la importancia capital que asume el territorio respecto al patriotismo. La celosa defensa de la integridad territorial es una manifestación clara de salud por parte de un país. Es por eso que, desde abril de 1982, en cuanta oportunidad se me presenta, expreso mi solidaridad respecto a la decisión de llegar a la guerra en el intento de recobrar unas islas de las que fuimos injustamente despojados. He ahí un componente a tener en cuenta al momento de modelar el ser nacional.
Y permítaseme volver a citar aquí una anécdota que he repetido mil veces, referida al patriota argentino que fue el judío Manfred Schönfeld, con quien tuve el gusto de compartir las columnas de La Prensa (de La Prensa de Máximo Gainza) durante bastante tiempo. Sostenía Schönfeld que las naciones soportan sólo cierto número de cobardes. Superado el cual desaparecen, se licúan. Y agradecía a la Guerra de Malvinas haber suministrado los héroes indispensable para que la Argentina sobreviva.
En este aspecto, tanto Schönfeld como yo hemos empleado restrictivamente el calificativo de héroes. Porque tiene un carácter de excepcionalidad que obsta aplicarlo a todos aquellos que, habiendo cumplido bien con su deber, no alcanzaron tal cota superlativa. Por eso no hay que devaluar el heroísmo, empleando con excesiva prodigalidad la calificación de héroes. Lo cual no quiere decir que no los haya habido en la Guerra de Malvinas, pues hubo un puñado de ellos, a Dios gracias.
Resulta obvia la significación de la bandera en el tema que estoy tratando. Pero, invitado por la estrofa en que la nombro, sólo destacaré a su respecto la importancia que reviste embanderar las casas en las fechas patrias. Encarezco no dejar de hacerlo. Como también encarezco a quienes sean creyentes que recen por la patria. Yo embandero mi casa los 2 de Abril, los 25 de Mayo y los 9 de Julio. Y le pido al cielo, todos los días, que la Argentina sea un país digno, independiente... y próspero.
Cuando afirmo que ser argentino es sentirse partícipe de una guerra perdida estampo una afirmación de doble sentido o que puede interpretarse de dos maneras. Como remisión tácita a la capitulación de Puerto Argentino o como referencia al abrumador desaliento que nos invade al contemplar la Argentina actual. Desaliento que impulsó a Ricardo Paz cuando, con humor festivo y dolorido, fundó el Club de Residentes Argentinos en la Argentina. Que pronto cerró sus puertas porque no había plata para pagar el alquiler del local que ocupaba.
En cuanto a la gloria compartida es, precisamente, uno de los componentes básicos para conformar el ser nacional. Pero sucede que desde hace rato no hemos conquistado glorias aptas para compartir. Y estamos olvidando que aquellas efectivamente conquistadas nos siguen perteneciendo.
Por último, a fin de concluir con el soneto, expresé que, para ser argentino, para ser un buen argentino, es preciso saber que algún día, si el motivo se ofrece, deberemos jugarnos, sobriamente, la vida.
Ya sé que parece incongruente y desmesurado hablar de jugarse la vida cuando las mayores preocupaciones de la población giran en torno a los dígitos que reflejan la inflación semestral, a alianzas parlamentarias fundadas en negociaciones turbias, a la última chanchada televisiva presentada por Marcelo Tinelli, al guardarropa de la presidenta, o a los dislates que pueda declarar Maradona. Sin embargo, creo que resulta perentorio introducir la posibilidad heroica y dramática de jugarse la vida para situar debidamente el amor a la patria e intuir la posibilidad de un ser nacional construido a partir de ese fervor. Y no se trata sólo de un ejercicio imaginativo, sino de una descripción del quehacer de refundar la patria. Tarea de santos, de albañiles y de poetas. De operarios y de soñadores. De maestros y de alumnos. De soldados y madres de familia. De argentinos viejos y de recienllegados. Dispuestos todos a jugarse la vida si el motivo se ofrece.
A modo de resumen de estos conceptos, retomo lo dicho por El Capitán a su atento oyente, en la noche de Malvinas:
He ahí... la historia de mi Patria... De una Patria cuyo pasado los argentinos no hemos concordado en cómo fue pero que, observado y recordado con amor filial, puede llegar a aparecer amable e incluso admirable. De una Patria, eso sí, cuyo futuro está abierto a todas las posibilidades. Y que, por lo tanto, está perentoriamente necesitada del empeño de los argentinos para alcanzar el mejor de los destinos posibles... Tal es el futuro que te invito a conquistar denodadamente.
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Estamos festejando el segundo centenario de la Revolución de Mayo. En ocasión de celebrarse el primero, Rubén Darío rindió homenaje a la Argentina mediante una composición de la cual leeré un breve pasaje, con intención de transmitir por medio de él un mensaje de esperanza, condición necesaria para superar la postración que padecemos y para encaminarnos hacia el futuro de grandeza que, obstinadamente, debemos confiar que aguarda a nuestro país. Escribió Darío:
Corazón de América y brazo del futuro americano.
Dueña del Sol de Mayo.
Madre de luchadores, patria de corazones.
Tierra en que germinan semillas de porvenir.
Pampa inmensa donde el sol se expande, y los rebaños, el trigo, el
avestruz y el potro tienen existencia.
Fecunda y misteriosa protectora de las razas del mundo. Comodora
de la bandera azul y blanca, que en la escuadra de América presentas